La lucha social hace algunas décadas era más sencilla: podías decir "EE UU, sal de Vietnam" y todo el mundo lo entendía. "Ahora tienes que dedicar quince minutos a explicar qué es el CETA, qué es el TTIP, el ISDS, cómo es el sistema judicial, cuál es la agenda de las grandes corporaciones, etc, etc. El sistema se ha ido complicando". Lo dice la activista Susan George en esta misma revista, y tiene parte de razón. Las acciones de aquellos agentes que quieren acumular la riqueza y el poder a costa del resto de la población mundial y el medio ambiente se han ido sofisticando y escondiendo con el tiempo. Cuanto más interconectado está el mundo, más complicado resulta rastrearles y más difícil resulta alertar a la ciudadanía sobre los entramados y los pasos que dan. Es difícil entrar en detalle, cierto, pero en realidad, la situación actual, los tratados de libre comercio de última generación y las decisiones políticas que se toman en relación a estos se pueden explicar de una manera muy sencilla: es el nuevo paso adelante de los defensores (y ganadores) del neoliberalismo que arrancó en los 80.
En el fondo, se trata de terminar de liberar las restricciones que aún impiden a las multinacionales campar a sus anchas, restricciones que suelen implicar la protección de los consumidores, de la ciudadanía y sus derechos, de los pequeños productores locales y del medio ambiente. Ahora se quiere ahondar en la liberalización del comercio hasta el punto de crearles, a las multinacionales que operan en la Unión Europea, un sistema de justicia ajeno a los poderes de los Estados tal y como fueron definidos en la Ilustración, y en el que, por tanto, podrán demandar a los gobiernos a todas las escalas: local, autonómico y nacional, cuando entiendan que están tomando decisiones contra sus intereses (entendidos de manera amplia).
En los últimos años, aproximadamente una década, la Unión Europea viene negociando dos grandes tratados de libre comercio bajo estas premisas: uno con Canadá (CETA) y otro con EE UU (TTIP). Lo hace bajo el mantra de las bondades del comercio, como si no estuviese demostrado ya que una mayor actividad económica (para unos cuantos) no significa, por sí sola, un mayor nivel de prosperidad para la población. Así lo ha demostrado el Nafta o TLCAN (entre EE UU, Canadá y México), que supuso la destrucción de miles de puestos de trabajo en estos países y la desaparición de cientos de productores locales (fundamentalmente agrícolas) en México, así como otros tratados comerciales internacionales que llevan años en funcionamiento.
La Comisión Europea parece querer enviar el siguiente mensaje: lo que es bueno para las multinacionales es bueno para todos. El CETA, de hecho, incluye el siguiente texto: "el principal propósito del comercio es aumentar el bienestar de la ciudadanía". Lástima que la realidad se empeñe constantemente en demostrar lo contrario, y que la protección de los productores locales, de los derechos laborales, de los consumidores y del medio ambiente, así como impuestos que impliquen el reparto de la riqueza y que esta no se acumule en unas pocas manos sea absolutamente imprescindible ahora igual que en otros momentos históricos.
CETA y TTIP incluyen básicamente lo mismo: mecanismos para que las multinacionales tengan mayor libertad de operación. En todos los sentidos, es decir: acceso a contratos públicos –incluyendo servicios esenciales- en las mejores condiciones posibles (o con los menos condicionantes posibles), menores restricciones laborales y ambientales posibles, menores controles de seguridad posibles a sus productos, acceso y opinión –vinculante- sobre toda nueva legislación, acceso a un sistema judicial propio, rápido y con garantías (para ellos), etc.
Pero además, y por si acaso el TTIP finalmente no sale adelante, el CETA es también una puerta trasera para las multinacionales estadounidenses: la mayor parte de estas tienen filiales en Canadá, y tan sólo este hecho ya les puede permitir operar en Europa como empresas canadienses con todas las garantías que prevé el tratado.
Ambos se negociaron en secreto y los pocos documentos que han salido a la luz en los últimos años han provocado un fuerte rechazo social en todos los países de la Unión (y en Canadá y EE UU). A pesar de que recientemente la Comisión Europea se ha dedicado a difundir sus supuestas bondades, levanta muchas suspicacias aquello que se negocia en secreto, que cuenta con la participación y el asesoramiento de los lobbies empresariales y que no permite el debate público o las aportaciones de la sociedad civil.
Uno de los tratados, el CETA, firmado con Canadá, será una realidad pronto, tras su aprobación por el Parlamento Europeo. El TTIP, negociado con EE UU, está en una etapa anterior y parece que ha encallado: fue negociado por la Administración Obama y, tras su relevo en la Casa Blanca, parece que el nuevo Gobierno tiene otros planes para el comercio internacional.
CETA: cambiado (para que lo acepte Valonia) y que en realidad no cambie nada
El CETA salió adelante el 15 de febrero en el Parlamento europeo gracias a los 408 votos a favor del Partido Popular Europeo (PPE), Liberales (ALDE, que incluye, entre otros, a Ciudadanos, PNV, UPyD y el Partido Demócrata Catalán – antigua CDC), Conservadores y Reformistas (ECR) y el apoyo de parte de Socialistas y Demócratas (S&D). Si bien algunos diputados socialistas de Bélgica, Francia, Irlanda, Polonia, Letonia, Bulgaria, Austria, República Checa y Eslovenia votaron en contra, los españoles decidieron apoyar al PP en bloque para sacar adelante el tratado. En total, se opusieron al CETA 254 diputados, fundamentalmente del grupo de los Verdes (Equo, ERC, ICV, entre otros), Izquierda Unitaria (Podemos e IU), y fueron 33 las abstenciones (algunos votos sueltos de liberales, conservadores y reformistas, extrema derecha, Verdes, PPE y S&D).
Antes de su aprobación en el Parlamento, la Comisión y los Gobiernos de los Estados miembro tuvieron que autorizar la firma del CETA. Estaba previsto que ésta tuviese lugar el pasado mes de octubre, pero se tuvo que posponer a noviembre porque el maná prometido a través del intercambio comercial con Canadá encontró un escollo: la región belga de Valonia, que se negó a aprobar el texto en su Parlamento (la Constitución belga obliga a que este tipo de tratados tengan que ser aprobados también por las cámaras regionales del país).
Esta pequeña región, con apenas el 1% de la población de la UE, sufrió grandes presiones para sacar adelante el CETA hasta que terminó dando su consentimiento, según contó entonces el ex primer ministro belga y líder de los socialistas de este país Elio di Rupo a la prensa, que denunció coacciones directas de representantes de la Comisión.
Finalmente, el texto del tratado no cambió, pero los valones sí lograron introducir una declaración anexa que se reconoce como interpretación obligatoria del CETA, pero que recoge aseveraciones contrarias y contradictorias al texto del tratado. Un ejemplo, que mencionan los expertos Adoración Guamán, Alexandre Mato Pablo y Pablo Sánchez Centellas en un análisis publicado en la revista Contexto, es la afirmación de que no se va a ofrecer un trato más favorable a los inversores extranjeros que a los nacionales. Si esto fuese así, no podría ponerse en marcha el sistema de arbitraje propuesto, ese sistema judicial paralelo que permitirá a las multinacionales extranjeras demandar a los Estados que apliquen normas supuestamente lesivas para sus intereses (como una subida del salario mínimo, que podría significar menos beneficios, por ejemplo).
Según estos y otros expertos, el texto introducido por Valonia termina siendo una declaración de buenas intenciones que en realidad no modifican el fondo del tratado. Esto es, eso que se conoce popularmente como la estrategia del Gatopardo: cambiarlo todo para que no cambie nada.
Entrada en vigor y ratificación
Después de superar el escollo valón, el CETA ha sido firmado por los agentes implicados: la UE (Parlamento y Comisión, con la autorización de los Estados miembro) y el Gobierno de Canadá. Según la nota de prensa que el Europarlamento difundió tras su aprobación, la aplicación provisional comenzará el 1 de abril: provisional, porque para que entre en vigor en su totalidad debe ser ratificado antes por todos los Estados de la UE. En julio de 2016, la Comisión decidió declarar el CETA tratado mixto (su aplicación traspasa las competencias europeas y por tanto debe contar con el visto bueno de los Estados), y esto implica un proceso de ratificación antes de que pueda aplicarse en su totalidad.
La trampa está en que la provisionalidad incluye el 98% del tratado, según ha declarado a los medios el primer ministro canadiense, Justin Trudeu, recientemente. De momento, al menos el polémico sistema judicial alternativo (el sistema de tribunales de inversión conocido por sus siglas en inglés ICS) queda fuera.
El proceso de ratificación no se prevé rápido. No es uniforme para todos los Estados, depende de lo que recoja el ordenamiento jurídico de cada uno de ellos para este tipo de situaciones. En la mayoría de los casos, basta con la validación de los parlamentos nacionales, o del voto favorable de las cámaras alta y baja. Sólo Malta permite simplemente el visto bueno del Ejecutivo, sin pasar por su órgano legislativo.
Otros miembros de la UE requieren de una validación en sus parlamentos nacionales y regionales, como es el caso de Alemania y Bélgica (donde podría repetirse la situación del No de Valonia).
Por último, 14 Estados recogen en su ordenamiento la posibilidad de celebrar un referéndum, y que el voto del país dependa de la opinión directa de la ciudadanía. En algunos casos, dicho referéndum debe ser aprobado antes por el parlamento o el gobierno, pero hay otros países en los que la propia población, a través de la recogida de firmas, puede iniciar el proceso. Así ocurre en Hungría, Lituania y Holanda. En este último país, son 300.000 las firmas necesarias y un grupo de activistas las está recogiendo desde hace cerca de un año (y llevan ya más de dos tercios acumuladas).
En el caso de España, la validación puede producirse tras una sesión de debate y votación parlamentaria. De momento, el Gobierno de Rajoy decidió dar su apoyo al CETA sin consultarlo con el Congreso, ni durante la legislatura anterior ni estando en funciones hasta volver a tomar posesión tras las últimas elecciones.
A pesar de que varios parlamentos autonómicos (Extremadura, Comunidad Valenciana, Baleares y Cataluña) se opusieron al tratado tras debatirlo y votarlo, Rajoy no consideró necesario que se produjese un debate público de los representantes de la ciudadanía antes de decidir apoyar el CETA en Europa.
Si alguno de los 28 Estados miembro decide no ratificar el CETA, el tratado entraría en una especie de limbo legal: nadie sabe con certeza en la Comisión cuál sería el estatus del acuerdo. Que ninguno de los agentes implicados en su elaboración, negociación y firma haya previsto esta posibilidad es bastante representativo: casi cabría pensar que se da por hecho que un acuerdo que la Comisión ha negociado en secreto y aprobado de espaldas a la ciudadanía se aplicará en cualquier caso.
TTIP: paralización de Trump
Mientras tanto, el TTIP, tratado de similares características al CETA pero negociado con EE UU, se encuentra en punto muerto. Las negociaciones no terminaron antes del fin de la Administración Obama (20 de enero de 2017), por más prisa que se dieron las partes en que fuese así, y su sucesor, Donald Trump, ha dejado claro en diferentes ocasiones que no es partidario de tratados multilaterales como este. De hecho, ya ha paralizado el TPP, firmado con países de la cuenca del Pacífico (americanos y asiáticos) y quiere renegociar el TLCAN (con México y Canadá), aunque sobre el TTIP aún no ha tomado ninguna decisión.
Aunque el proceso de negociación ha sido similar al del CETA, esto es, en secreto y con las aportaciones de los lobbies empresariales, la filtración de algunos de los documentos de las partes hizo saltar las alarmas de la opinión pública. Un mayor conocimiento de lo que se estaba urdiendo propició una mayor oposición de la ciudadanía, sobre todo en algunos de los países de la Unión, cuyos gobiernos decidieron retirar su apoyo al tratado.
La oposición más sonada fue la del presidente francés, François Hollande (socialista), que mostró su postura contraria al TTIP públicamente. Le siguieron, entre otros, el propio ministro alemán de comercio, Sigmar Gabriel, pese que a su jefa, la cabeza del Ejecutivo Angela Merkel, es la principal impulsora del tratado en la UE.
Pese a todo, parece que el mayor escollo para el TTIP es el propio presidente de EE UU, que aparentemente quiere seguir una estrategia comercial diferente a la de su predecesor. El objetivo de Obama era obtener una posición ventajosa frente al gigante chino para frenar sus aspiraciones de liderar el comercio mundial, lo que, de paso, iba a beneficiar a la industria alemana (fundamentalmente automovilística y farmacéutica). Frente a esto, parece que Trump prefiere negociar acuerdos bilaterales con países específicos, según algunos expertos.
En cualquier caso, como explica Susan George en la entrevista publicada en este número de Consumerismo, las multinacionales ya han decidido que el TTIP y el CETA les benefician, por lo que no parece probable que vayan a dejarlo ir tan fácilmente. "Lo han estado trabajando desde 1995, y las corporaciones estadounidenses están de acuerdo con las europeas, así que van a presionar duramente y volverá de alguna manera", explica. Será labor de la ciudadanía, como en otras ocasiones, tratar de impedirlo.
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Ángeles Castellano es periodista y miembro del equipo de redacción de Consumerismo.
*La foto del encabezamiento es de flickr.com/mehr-demokratie (CC BY-SA 2.0).