Desde finales del siglo XIX vivimos en un espejismo permanente. Es indiferente que al ritmo de consumo actual queden 30, 50 o 100 años de petróleo bajo nuestro subsuelo. Nuestra civilización se lo habrá dilapidado a mucha mayor velocidad que los varios cientos de millones de años que tardaría en regenerarse.
El omnipresente petróleo nos ha permitido, eso sí, un desarrollo económico espectacular. Sin duda, su uso más conocido es el de combustible para transporte: gracias a él nos desplazamos una velocidad y facilidad desconocidas en la historia de la humanidad. Pero el uso del petróleo va mucho más allá del transporte. Además de servir como materia prima para producir energía, casi todo lo que nos rodea contiene algún derivado del crudo: plásticos, cuberterías, botellas, ropas, billetes, cables, películas, ventanas, tuberías, medicamentos, pinturas...
Esta enorme dependencia tiene importantes efectos económicos. Desde las primeras crisis de los años 70 del pasado siglo prácticamente todo el mundo cita a la Opep cuando se le pide que dé un ejemplo de cártel. La transferencia de riqueza entre los países consumidores de petróleo y los consumidores ha sido enorme y condiciona fuertemente la economía mundial.
En España, por ejemplo, donde la dependencia es máxima, nuestro índice de precios al consumo está íntimamente ligado a la evolución de la cotización internacional del crudo. Nuestras pensiones, nuestros sueldos, nuestra capacidad de compra, al fin y al cabo, dependen de los precios de una materia prima que fijan de común acuerdo un puñado de países concentrados principalmente en Oriente Próximo.
Los efectos sociales y medioambientales del consumo masivo de petróleo son igualmente muy relevantes. El cambio climático, sin duda el mayor desafío al que jamás nos hemos enfrentado como especie, depende fuertemente de que seamos capaces de dejar bajo el subsuelo una gran parte de las reservas conocidas en la actualidad.
El preocupante nivel de contaminación del aire es, además, asunto de creciente preocupación a lo largo y ancho del planeta, pues causa la muerte prematura de 3,7 millones de personas cada año. Gran parte de los conflictos armados, por su parte, tienen que ver con la existencia de petróleo en los territorios.
En este contexto, sin embargo, lejos de dramatizar, podemos sentirnos orgullosos de nuestra evolución. Hemos sido capaces de desarrollar las energías renovables -que no la energía nuclear- hasta tal punto de hacerlas competitivas con sus equivalentes fósiles en un número cada vez más importante de aplicaciones sin necesidad de poner encima de la mesa sus indudables beneficios sociales y medioambientales.
En mi primer libro en solitario, Adiós Petróleo, editado por Alianza, aprovecho el hilo argumental de la historia del petróleo para, en un lenguaje sencillo, alejado de innecesarios tecnicismos, acercar al lector al apasionante (y desconocido) mundo de la energía. En poco más de dos horas se adquieren los conocimientos básicos para entender las noticias que, día tras día, inundan los medios de comunicación en este ámbito.
Temas como el efecto pluma y cohete, que trata de relacionar la evolución del precio de la gasolina que pagamos en el surtidor con la bajada y subida del crudo, respectivamente, dejarán de ser algo incomprensible. Pasando por el fracking, el gas natural y la energía nuclear, el lector se familiarizará con el estado actual de las tecnologías renovables incluyendo sus puntos débiles. Finalmente, se identificarán las claves para completar la transición energética a un mundo 100% renovable que se iniciado de forma imparable, pero de cuya ejecución va a depender nuestro futuro.
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Jorge Morales es ingeniero industrial y emprendedor.