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El sector público es clave en la innovación y en el emprendimiento

La innovación no va tanto de startups, capital riesgo y de inventores de garaje como de la voluntad de los estados de superar desafíos para toda la sociedad.

Por Eduardo Garzón Espinosa

Existe una idea relativamente extendida que presenta al sector público como un agente económico poco dinámico y flexible, que sirve para lo básico pero que es demasiado grande y pesado para innovar y adaptarse a cambios rápidos. Lo opuesto es atribuido según esta idea al sector privado: sería mucho más enérgico y ágil y por lo tanto se desenvolvería mejor en el ámbito de la innovación y del emprendimiento. No obstante, existen otras visiones al respecto que impugnan en buena medida lo anterior, y que dibujan un panorama mucho más complejo y diverso. Una de ellas viene estupendamente recogida en el libro El Estado emprendedor de Mariana Mazzucato, donde se detalla y explica que el sector público ha jugado en el pasado y también en la actualidad un papel clave en la investigación e innovación que permite el progreso de nuestras sociedades.

La premisa de fondo es bastante sencilla: no es lo mismo riesgo que incertidumbre. El riesgo apela a esa situación en la que uno conoce los posibles resultados de un suceso pero desconoce cuál de ellos tendrá lugar. Tirar un dado sería un buen ejemplo: sabes que hay seis posibles resultados, pero no sabes cuál de ellos será. En cambio, la incertidumbre hace referencia a esa situación en la que uno no conoce los posibles resultados de un suceso; simplemente no sabe si algo ocurrirá o no. Por ejemplo, no podemos saber si estallará una guerra en algún momento en una región determinada, o si un nuevo virus aparecerá para provocar una nueva pandemia.

El riesgo y la incertidumbre aplicada a la innovación se pueden entender de la siguiente forma: si no sabes si tus pruebas e investigaciones en un campo determinado serán exitosas porque existe incertidumbre (y no riesgo), el coste de las mismas será muy elevado. Puede ocurrir que dilapides recursos, por ejemplo, intentando inventar el teletransporte (pagando salarios a investigadores, comprando materiales y maquinaria, etc.) y luego no te sirva para nada porque todas tus pruebas fracasan y no eres capaz de teletransportar nada. Al fin y al cabo no sabes si es posible inventar el teletransporte (tienes incertidumbre). En cambio, si alguien consigue inventar el teletransporte, tú puedes ponerte a invertir recursos para idear nuevas aplicaciones del invento (teletransportar en menos tiempo, con otros materiales, de una forma mucho más eficaz, más segura, etc.) y la probabilidad de tener éxito es mucho mayor, ergo el coste de la investigación será menor que en el anterior caso. Al fin y al cabo sabes que mejorar el teletransporte es posible (tienes riesgo, pero no incertidumbre).

En consecuencia, los agentes que se aventuren a llevar a cabo esas investigaciones básicas tan caras para abrir nuevos campos desconocidos hasta el momento (tratando de convertir la incertidumbre en riesgo) tendrán que tener necesariamente una elevada capacidad económica y una paciencia y estabilidad en el tiempo importante para poder afrontar las necesarias derrotas que sufrirán.

No van a ser las pequeñas empresas, ni los pequeños investigadores, ni las pequeñas administraciones públicas los agentes económicos que se van a arriesgar a perder tantos recursos en llevar a cabo una aventura que no saben si tendrá éxito. Pero tampoco será muy común que lo hagan las grandes empresas privadas, por mucha capacidad económica que tengan, ya que necesariamente están sometidas a la lógica de la rentabilidad (tienen que registrar beneficios y que estos no sean muy inferiores a los de la competencia) y aventurarse a realizar este tipo de investigaciones tan costosas y con tan imprevisible resultado atenta fuertemente contra su rentabilidad (no por casualidad las empresas farmacéuticas que están actualmente investigando vacunas contra el Covid-19 gozan de respaldo público para no quebrar por si las cosas salen mal).

Por eso suelen ser los Estados (y entre todos ellos, los más potentes) los que se encargan mayoritariamente de realizar la investigación básica, aquella que se enfrenta a la incertidumbre y que trata de convertirla en riesgo. En el caso de Estados Unidos, el Estado más poderoso del planeta, es el sector público el encargado de llevar a cabo el 57% de toda la investigación básica (y sin contar el apoyo indirecto que les brinda a empresas, universidades y otras organizaciones). Y con respecto a la investigación aplicada, aquella que es más probable de tener éxito, son las empresas las protagonistas al encargarse del 67% de la misma.

Pero lo importante es tener en cuenta que para que esta investigación aplicada pueda tener lugar es necesario que se haya dado antes –y que haya tenido éxito– la investigación básica de la que parte. De ahí que se pueda concluir que la mayoría de los nuevos productos desarrollados por las empresas privadas no hubiesen visto la luz si no llega a ser por la investigación básica que el sector público lleva a cabo. Y los ejemplos que se ofrecen detalladamente en el libro (y para numerosos países, entre los que destacan Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Brasil y China) son numerosos, desde el ferrocarril y los productos farmacéuticos, hasta la nanotecnología y las energías renovables solares y eólicas, pasando por internet e incluso los productos de Apple (basados en tecnología desarrollada por las agencias militares estatales durante las dos guerras mundiales y la Guerra Fría).

Muchos de los inventos más destacados del siglo XX (internet, GPS, microondas, ultrasonido, radio, cohete espacial, bomba atómica, etc.) e incluso otros inventos menos relevantes pero muy útiles hoy día (vidrio laminado, vehículos de todo terreno, gafas de sol, bolsas de té, comida enlatada, reloj de pulsera, pegamento adhesivo de contacto, maquinilla de afeitar, bolígrafo, fregona…) fueron desarrollados por las instituciones públicas al calor de los conflictos bélicos que tuvieron lugar como una forma de anteponerse al enemigo. Y es que la inmensa mayoría de las innovaciones tecnológicas no han nacido de la búsqueda de beneficios (como reza la teoría económica convencional), sino de la necesidad de superar un desafío para toda la sociedad.

De hecho, en la actualidad, como los conflictos militares ya no son tan importantes el avance tecnológico va bastante más lento, quedando las investigaciones más importantes de nuestro tiempo ligadas a superar desafíos sanitarios (fundamentalmente a través de la nanotecnología y robótica) y medioambientales (sobre todo mediante todo tipo de generación y aplicación de energías renovables para evitar o atenuar el cambio climático) y siendo espoleadas por los sectores públicos de los países más importantes (como China o Alemania). Es decir, nada de cuatro emprendedores inventando en un garaje en busca de enormes beneficios, sino inventos estatales en busca de superar desafíos para toda la sociedad. Antes era la competencia militar la que impulsaba los adelantos tecnológicos, ahora es el cambio climático y los problemas de salud.

En consecuencia, todo ello demuestra que el Estado no sólo puede facilitar la economía del conocimiento, sino que la puede crear. La innovación no va tanto de startups, capital riesgo e inventores de garaje, como nos tienen acostumbrados a pensar; la innovación va de la voluntad de agentes económicos de asumir el riesgo y la verdadera incertidumbre: aquello que es genuinamente desconocido. Y es la propia naturaleza del sector público la más adecuada para hacerlo, debido a su elevada capacidad económica, su independencia de la rentabilidad económica y su estabilidad en el tiempo.

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Eduardo Garzón Espinosa es economista.

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