En la lógica del mercado, un producto funciona cuanto más logra venderse. Esa lógica aplicada al agua supone que el negocio es mayor cuanto más se consuma, pero ello tiene consecuencias perversas para el medio ambiente porque supondría que el negocio funciona mejor cuanto más agua se gasta. El derroche del agua es una de las cuestiones que no encaja en una visión mercantilista del agua desde un punto de vista medioambiental, pero no es la única consecuencia nefasta de considerar el agua como un negocio.
La quiebra de la burbuja inmobiliaria, que ya se veía venir en mucho despachos de las grandes multinacionales antes de que se produjera, llevó a muchas de esta grandes empresas internacionales que en muchos casos cotizan en el Ibex35 a diversificar su línea de negocio. ¿Cuál es el producto imprescindible y necesario para toda actividad? El agua. No hay actividad productiva que no requiera de agua para sus procesos de producción. Además, la ciudadanía depende de este suministro tanto o más de los que lo hace de la electricidad. Se trata de un ‘mercado sin fisuras: nadie se da de baja; por el contrario, la red de abastecimiento de aguas está siempre en crecimiento. El negocio es redondo.
Sólo hay un problema (para los que ven el agua como negocio): el agua es un derecho humano. Lo declaró así la ONU en el año 2010. Entre estas consideraciones se hablaba del "mínimo vital", una cantidad sin la que la persona no tiene garantizada su dignidad. Se estimó en 100 litros por persona y día. Esto quiere decir que si alguien no dispone de recursos económicos para poder pagar el recibo del agua, la empresa pública debería garantizarle ese mínimo. Eso a la empresa privada no le interesa: es regalar agua y, como se hace con los excedentes alimentarios, es más rentable tirar el producto que regalarlo (lo que es, por cierto, otra perversión).
El origen
En la mayoría de las ocasiones las grandes empresas del agua han nacido del seno de grandes corporaciones procedentes del negocio de la construcción y bajo el apoyo de socios bancarios y de empresas de inversión financiera. El modelo del ladrillo se calca en estas nuevas operaciones del negocio del agua. De la misma forma que pasaba con la burbuja inmobiliaria, las operaciones han contado con el apoyo político de alcaldes y alcaldesas con miras cortoplacistas, que han preferido coger un cheque de las empresas privatizadoras (el llamado canon concesional) para pagar las deudas municipales del hoy y ahora o para contar con liquidez en un horizonte que nunca superaba los 4 años de mandato municipal, aunque las concesiones se realizaban a 25. Se vendía así un servicio municipal que en la mayoría de los casos era rentable y dejaba dinero en las arcas municipales, por sumas millonarias que la empresa privada amortiza en pocos años y a partir de ahí, hace caja.

Los cortes de agua a los que no pueden pagarla se han solucionado también en los despachos. Quienes asumen el pago de esos recibos a la empresa concesionaria es, en muchos casos, el servicio municipal de asuntos sociales. Es decir: cuando alguien no tiene para pagarle el recibo a la empresa del negocio del agua, es el ayuntamiento de turno el que lo paga. Y si éste no tiene dinero, se recurre a mecanismos relacionados con la caridad, lo que supone una perversión al rebajar un derecho humano a una limosna o medidas "paliativas", como expresan eufemísticamente.
Los señores del agua siguen insistiendo en que el modelo de gestión (público o privado) no es motivo de debate. Pero no es cierto. Muchas organizaciones ciudadanas se han levantado en pie de guerra para reclamar que el agua vuelva a ser de la gente y no de sociedades limitadas o anónimas.
Es un debate que no les interesa porque sus argumentos hacen aguas. No sólo porque no se garantiza el acceso al agua de toda la ciudadanía, sino también porque supone la pérdida de la riqueza local (las multinacionales contratan servicios asociados a la gestión del agua a empresas de su grupo, mientras que antes se contrataba a empresas locales), la destrucción de empleo (cuando se privatiza una de las acciones más habituales de las empresas privadas es reducir la plantilla con despidos) y se empeora el servicio (las pérdidas en la red dejan de ser importantes para empresas que centran su objetivo en el recibo del consumidor y no en la eficiencia de un recurso). Y lo más perverso de todo: la ciudadanía pasa a ser clientela esclava de un monopolio.
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Ricardo Gamaza es periodista y divulgador agroambiental.